Epílogo de Casa de Barrios
Segunda Parte
Uno a uno los días pasaban lenta e inexorablemente. Diego no dejaba de
pensar en cómo llevar a cabo su parte del trato. No es que temiera de la
idea de torturar y matar a otra persona, al contrario, pues siempre le
había intrigado tener semejante poder sobre alguien. El problema en sí
era que la oportunidad no se presentaba, hasta que llegó aquella noche
de viernes, una en la que su conquista habitual seria para mucho más que
un momento placer carnal.
Sabía que sería difícil cumplir su objetivo en su apartamento, donde las paredes nunca eran tan gruesas como para acallar los ruidos y al estar rodeado de tantos vecinos entrometidos, su labro seria simplemente imposible. Pero oportunamente se recordó de aquella vieja propiedad, Casa Barrios, la herencia olvidada de su tío abuelo Bruno. Deshabitada desde hacía varios años, era visitada únicamente por la encargada del mantenimiento del lugar, visita que podía ser interrumpida fácilmente.
Diego no lo dudó y acudió con su víctima al lugar. Después de su habitual tributo de sexo, sometió a su víctima y la llevó al sótano, el cual, al ser tan profundo y aislado, se hacía casi a prueba de sonido, parecía estar hecho para este tipo de situaciones, simplemente era el lugar perfecto. Dejó a la chica ahí, atada fuertemente a una silla de pies y manos mientras planeaba su funesto destino. Diego daba vueltas y vueltas a su cabeza, los enérgicos gritos de aquella infeliz en suplicas de su liberación se escuchaban como música de fondo, no paso mucho tiempo para que Diego se hartara de esos chillantes alaridos. Se acercó a ella y sin ninguna muestra de emoción comenzó a golpearla repetidamente, casi a punto de hacerla desfallecer. Luego, cuando los golpes la habían dejado casi inmóvil, cosió su boca para asegurarse de no volver a escuchar aquellos ensordecedores alaridos nuevamente. Hecho esto, se percató de un par de tijeras podadoras que se encontraban en el lugar, era como si alguien las hubiera dejado ahí para él, una voz en su interior le dijo: “úsalas”, las tomó y sin titubear, comenzó a amputarle los dedos de las manos de la joven, los cortaba uno a uno, causándole un dolor insufrible, la chica desesperada, se olvido totalmente de los hilos que cosían su boca e intento gritar tan fuerte como pudo, pero al hacerlo, lo único que logro fue rasgarse los labios, logró abrir su boca pero el hilo no cedió, pero sus labios si lo hicieron.
Retazos de piel y tejido que antes eran sus carnosos labios, colgaban de su boca, de sus mutiladas manos fluía una enorme cantidad de sangre, se encontraba inmóvil, abrumada de tanto dolor. Luego, en un acto que no era más que maldad pura, Diego tomó un mechero de llama alta, y tras asegurar muy bien aquellos despojos de manos, comenzó a quemar hasta casi carbonizar una a una las diez heridas donde antes se hallaban sus dedos. La joven, con la boca y manos mutiladas, simplemente no era capaz de soportar aquel sufrimiento, su cuerpo intentaba apagarse perdiendo el conocimiento momentáneamente, recuperándolo solamente cuando Diego la golpeaba con el fin de hacerla reaccionar para que presenciara otro grotesco acto por parte de su captor: Diego tomo los diez dedos amputados, y comenzó a cocinarlos en aceite y especias en una pequeña cocina que estratégicamente se encontraba en el lugar, los cocino hasta freírlos en su totalidad. Los sirvió en un plato con sus respectivos aderezos y comenzó a comerlos, saboreándolos lentamente frente a la joven, los devoraba hasta los huesos, parecía en verdad disfrutar de aquel despreciable manjar.
Primero la había obligado a verlo comer, pero luego, al percatarse que es de mala educación el comer sin invitar a otro, le pidió que abriera la boca, pero al negarse la joven, le arrancó los trozos de labios que le colgaban y no conforme con eso, la golpeo hasta fracturarle algunos dientes, para luego obligarla a comerse sus propios dedos. La joven estaba a punto de sucumbir, le rogaba a su verdugo por su muerte, en cambio, Diego tomó nuevamente el mechero colocándolo entre las piernas de la joven, encendió la llama a potencia media arrancándole de inmediato insufribles alaridos de dolor, su piel se contraía a consecuencia del fuego, mostrando la carne al perfecto color rojo carmesí que se ennegrecía lentamente al calor de la llama, la grasa corporal que emergía no hacía más que avivar la llama llegando a quemar y carbonizar el área hasta que la sangre no fluía mas.
La garganta de la joven ya había excedido su límite, totalmente desgarrada solo abría la desfigurada boca sin poder ya emitir sonido alguno, mientras Diego seguía quemando pequeñas porciones de su cuerpo en un patrón arbitrario. No pasó más de una hora antes que ella dejara de moverse, al fin la muerte la acogía. Dieciséis horas de tortura habían pasado, Diego ni siquiera supo su nombre, realmente nunca le importó, lo único importante es que ya había cumplido con su primer objetivo, y en realidad, lo había disfrutado mucho más de lo que alguna vez se imaginó. Comenzó a cavar una fosa en el sótano para sepultar aquel cuerpo repugnante y desfigurado, ahora solo necesita dos almas más.
Dos días pasaron antes que el verdugo eligiera su próxima víctima. El procedimiento era el mismo, una bella joven era seducida nuevamente por el galán para la ritual noche de sexo y lujuria. Esta vez, Diego se tomo la molestia de conocer el nombre de su víctima. Ángela fue igualmente sometida como su antecesora, atada de manos y pies a la misma silla metálica, fue dejada encerrada en aquel nefasto sótano. Diego no tardo mucho en regresar, Ángela no dejaba de gritar angustiada en suplica de ayuda, a Diego le molestaban los gritos y para acallarlos, selló su boca con cinta aislante autoadhesiva. Uso un par de tijeras para cortarle la ropa y dejarla totalmente desnuda, luego, con un gotero, comenzó a verter lentamente gotas de ácido hidroclorhídrico, que es capaz de corroer el metal, vertía una gota en diferentes partes del cuerpo. La piel se derretía en efervescentes charcos de sangre y el ácido avanzaba lentamente hasta corroer la carne. El ácido era aplicado en las piernas, pechos, pezones, brazos, manos, abdomen e incluso en sus genitales. Los gritos enmudecidos por aquella cinta no se hacían esperar, el dolor y sufrimiento de la joven eran más que evidentes. Hecho esto, Diego la tomó por la cabeza y con un par de grapas, le clavó los parpados al cráneo haciéndole imposible el poder cerrar los ojos, esos bellos ojos azules.
Tomó nuevamente el gotero lleno de ácido y sosteniéndole fuertemente la cabeza, le dejo caer un par de gotas en cada ojo. No hace falta decir que Ángela se retorcía de dolor; sus ojos comenzaron a derretirse al contacto con el ácido, aquel hermoso color azul desaparecía cuando un liquido blanquecino mezclado con sangre bajaban lentamente deslizándose por sus mejillas, espeso y viscoso al igual que baja la cera derretida al calor de la llama de la vela. Ángela comenzó a convulsionar, el dolor era demasiado abrumador para ella, las convulsiones se acompañaban de reflejos de regurgitación, pero a tener los labios sellados con la cinta adhesiva, el vomito no pudo salir y sus pulmones se llenaron de liquido. Ángela se ahogó en su propio vomito.
Al ver terminado su trabajo, Diego comenzó a cavar una segunda fosa en el sótano donde sepultaría a su nueva víctima. La tortura había durado tan solo ocho horas, acabo antes de lo pensado y se sintió de alguna manera frustrado al no tener más tiempo para hacer todo lo que hubiese querido. Ya había terminado con dos, ahora solamente le faltaba uno para cumplir su cuota.
Veintisiete días han pasado y la salud de Diego comienza a decaer, la neumonía va tomando fuerzas gradualmente, sabe que no dispone de mucho tiempo antes que su plazo se venza. No ha ido a su casa en semanas, ni siquiera salía de Casa Barrios, sabe que nadie lo busca, sus amigos a penas se dan cuenta de su desaparición sin darle mayor importancia, y su familia, pueden pasar meses sin tener contacto con ellos sin causarles la mínima preocupación. El está solo, lo sabe y siempre lo supo.
Esa mañana, a tres días de vencer su plazo estipulado, María, la encargada de la limpieza y mantenimiento de Casa Barrios, se hace presente para sus labores triviales. Ella no se percata de la presencia de Diego en la casa, hasta que este la sorprende por detrás golpeándole fuertemente la cabeza con un madero. María pierde el conocimiento y cae al suelo, ahora está a total disposición de Diego.
María es una mujer mucho más corpulenta que las jóvenes anteriores, por lo tanto a Diego le cuesta mucho más trabajo el maniobrar su cuerpo aun cuando este inconsciente. La despoja de toda vestimenta, pero al no poder bajar las escaleras del sótano cargándola, la lleva al jardín trasero. La sienta en el suelo de espaldas a un árbol, le ata las manos rodeando el tronco del mismo y ata también sus pies que quedan extendidos en el suelo; la amordaza fuertemente y se asegura que aunque despierte, no podrá emitir sonido alguno. Ya habiendo colocado a María en su lugar y tomando todas las precauciones pertinentes, la despierta al verterle un balde de agua hirviendo en todo el cuerpo. María se estremece y despierta con la piel profundamente enrojecida y como Diego lo había anticipado, al estar atada de espaldas al árbol y fuertemente amordazada, es incapaz de moverse o emitir algún sonido audible a más de un metro.
El estado físico de Diego era ya decadente, se veía muy limitado pues no podía realizar mayor esfuerzo físico. Tomó una navaja y comenzó a hacer pequeños cortes que no eran muy profundos en cada parte del cuerpo de María que a él se le antojara. La piel de María comenzaba a ampollarse debido a las quemaduras, el dolor de los cortes no eran nada en comparación al ardor de las llagas en todo el cuerpo. Diego observo su entorno y después de una corta búsqueda, fue a la cocina, de donde regresó con varias botellas, comenzó a verter litros y litros de miel de abeja sobre el cuerpo lacerado de María, hasta haber vaciado todas las botellas. Esto, hasta cierto grado, daba un alivio temporal al dolor de las quemaduras, pero lo maléfico de la obra era que la miel estaba atrayendo a un ejército de hormigas rojas.
María se hallaba esclavizada junto a un enorme nido de hormigas, miles y miles de estas parecían hacer formaciones de batalla y desfilar hacia la miel vertida sobre el cuerpo de la mujer. Un ejército que lenta e implacablemente recogía su dulce botín, llenando a la vez de miles de dolorosas picaduras. El solo correteo de las hormigas sobre aquella piel tan irritada era ya insoportable. Las ampollas abiertas en la piel, facilitaban que la miel se introdujera en ellas, así como también lo hacía en aquellos cortes hechos anteriormente, esto provocaba a las hormigas a arrancar pequeños trozos de endulzada piel, trozos tan pequeños como la cabeza de un alfiler, pero tan dolorosos como arrancarse las uñas con los dientes.
Diego sabia que las hormigas poco a poco, terminarían con su trabajo y dejo a María a cargo de ellas. Abandono el lugar en busca de ayuda médica. Su tercer y última víctima estaba lista, aunque él realmente nunca la vio morir.
Él fue ingresado ese mismo día en el hospital local, la neumonía empeoraba a cada momento. Casi agonizante, recordó aquel numero 2999 – 1666, comenzó a llamar… nadie contestaba del otro lado. Se sentía estafado, él había cumplido con su parte del trato pero nadie más había cumplido con él. Los tres días pasaron y Diego perdió la batalla contra su enfermedad. Murió tal y como le habían vaticinado treinta días antes. Al morir, su alma comenzó el paseo por la sima. Después de su interminable descenso al foso se encontró con su negociador, aquel que le había ofrecido la inmortalidad y que a su juicio, no le había cumplido:
- ¿Qué estoy haciendo aquí? – Decía Diego con tono enfurecido – Yo debería estar vivo.
- No te precipites, María tardó tres días en morir y al final murió justo unos momentos antes que tú, solo quería estar seguro que cumplirías con el plazo. Además, para tener un cuerpo joven y eterno primero debías deshacerte de ese enfermizo que poseías.
- Yo he cumplido con mi parte, ahora cumple con la tuya y dame esos tres deseos
- Admito que lo has hecho, has cumplido aquí están tus tres deseos:
1. Tu alma es libre ahora, no le pertenecerá a nadie más que a ti.
2. Tendrás todo el dinero que necesites de aquí a la eternidad, al despertar solo debes buscar en el bolsillo derecho de tu pantalón y ahí lo encontraras.
3. Tendrás también juventud y vida eterna, poseerás tu embellecido cuerpo de 25 años, saludable y fuerte, jamás morirás ni envejecerás. Pero has de esperar tres días para esto pues a nadie le es permitido levantarse de entre los muertos antes de esos tres días.
Diego se notaba complacido, sabía que estaba obteniendo lo que tanto anhelaba; todo ese esfuerzo al fin estaba dando frutos. Permaneció en el limbo durante tres días, y como le había sido prometido, al tercer día despertó. Diego moría de ansias por encontrarse con su nuevo futuro.
Lentamente sus ojos se abrieron. La oscuridad era total. Su cuerpo se hallaba entumecido debido a la falta de movimiento. Poco a poco iba recobrando la vida y poco a poco también el horror se acrecentaba al infinito. Se hallaba encerrado en un espacio reducido, apenas y había espacio para él. Palpando desesperado a su alrededor pudo darse cuenta que su temor se estaba volviendo realidad. Las paredes acolchonadas con algodón y lino le comprobaban su realidad, se encontraba dentro de su ataúd, sepultado a tres metros bajo tierra.
Desgargantes gritos de pavor y auxilio comenzaban a emerger de aquel cuerpo antes inerte, gritos que eran apagados por las paredes del ataúd, semejantes alaridos eran solo comparables con aquellos que sus víctimas habían hecho antes. En un atisbo de esperanza, comenzó a revisar sus bolsillos en busca de un teléfono… no encontró nada. Pero en la bolsa derecha de su pantalón había algo: una moneda de un centavo, no era ninguna fortuna, pero seguramente nunca iba a necesitar más que eso estando ahí adentro. A medida que el tiempo pasaba, el aire enrarecía, el oxigeno se acababa lentamente, esa no era una preocupación pues sabía que no podía morir; pero sin embargo, al agotarse el aire comenzó a asfixiarse lentamente, la falta de oxigeno en sus pulmones le hacía retorcerse de angustia en busca de una bocanada de aire, se sofocaba, pero la muerte no llegaba ni llegaría jamás.
Estaba confinado a una agonía eterna de la cual le era imposible escapar, se asfixiaría por la eternidad. Se encontraba totalmente solo, como en toda su vida había estado; pero no por mucho, pues con el tiempo, los gusanos que se moverían debajo de su piel, serian la compañía que nunca lo abandonaría.
Diego quería pasarse de listo y beneficiarse egoístamente de la situación como lo había hecho en toda su vida, intentó aprovecharse de alguien que fue más listo que él, y al final creó su propia perdición pues sus deseos, al ser tan egoístas, le habían condenado, él nunca se dio cuenta que al pedir un deseo que no fuese para sí mismo, se salvaría de todo sufrimiento.
Sus tres deseos estaban cumplidos:
1. Vida eterna, jamás moriría.
2. Todo el dinero que podría necesitar
3. Su alma jamás le pertenecería a Dios o Demonio alguno, solamente a él de aquí a la eternidad.
Sabía que sería difícil cumplir su objetivo en su apartamento, donde las paredes nunca eran tan gruesas como para acallar los ruidos y al estar rodeado de tantos vecinos entrometidos, su labro seria simplemente imposible. Pero oportunamente se recordó de aquella vieja propiedad, Casa Barrios, la herencia olvidada de su tío abuelo Bruno. Deshabitada desde hacía varios años, era visitada únicamente por la encargada del mantenimiento del lugar, visita que podía ser interrumpida fácilmente.
Diego no lo dudó y acudió con su víctima al lugar. Después de su habitual tributo de sexo, sometió a su víctima y la llevó al sótano, el cual, al ser tan profundo y aislado, se hacía casi a prueba de sonido, parecía estar hecho para este tipo de situaciones, simplemente era el lugar perfecto. Dejó a la chica ahí, atada fuertemente a una silla de pies y manos mientras planeaba su funesto destino. Diego daba vueltas y vueltas a su cabeza, los enérgicos gritos de aquella infeliz en suplicas de su liberación se escuchaban como música de fondo, no paso mucho tiempo para que Diego se hartara de esos chillantes alaridos. Se acercó a ella y sin ninguna muestra de emoción comenzó a golpearla repetidamente, casi a punto de hacerla desfallecer. Luego, cuando los golpes la habían dejado casi inmóvil, cosió su boca para asegurarse de no volver a escuchar aquellos ensordecedores alaridos nuevamente. Hecho esto, se percató de un par de tijeras podadoras que se encontraban en el lugar, era como si alguien las hubiera dejado ahí para él, una voz en su interior le dijo: “úsalas”, las tomó y sin titubear, comenzó a amputarle los dedos de las manos de la joven, los cortaba uno a uno, causándole un dolor insufrible, la chica desesperada, se olvido totalmente de los hilos que cosían su boca e intento gritar tan fuerte como pudo, pero al hacerlo, lo único que logro fue rasgarse los labios, logró abrir su boca pero el hilo no cedió, pero sus labios si lo hicieron.
Retazos de piel y tejido que antes eran sus carnosos labios, colgaban de su boca, de sus mutiladas manos fluía una enorme cantidad de sangre, se encontraba inmóvil, abrumada de tanto dolor. Luego, en un acto que no era más que maldad pura, Diego tomó un mechero de llama alta, y tras asegurar muy bien aquellos despojos de manos, comenzó a quemar hasta casi carbonizar una a una las diez heridas donde antes se hallaban sus dedos. La joven, con la boca y manos mutiladas, simplemente no era capaz de soportar aquel sufrimiento, su cuerpo intentaba apagarse perdiendo el conocimiento momentáneamente, recuperándolo solamente cuando Diego la golpeaba con el fin de hacerla reaccionar para que presenciara otro grotesco acto por parte de su captor: Diego tomo los diez dedos amputados, y comenzó a cocinarlos en aceite y especias en una pequeña cocina que estratégicamente se encontraba en el lugar, los cocino hasta freírlos en su totalidad. Los sirvió en un plato con sus respectivos aderezos y comenzó a comerlos, saboreándolos lentamente frente a la joven, los devoraba hasta los huesos, parecía en verdad disfrutar de aquel despreciable manjar.
Primero la había obligado a verlo comer, pero luego, al percatarse que es de mala educación el comer sin invitar a otro, le pidió que abriera la boca, pero al negarse la joven, le arrancó los trozos de labios que le colgaban y no conforme con eso, la golpeo hasta fracturarle algunos dientes, para luego obligarla a comerse sus propios dedos. La joven estaba a punto de sucumbir, le rogaba a su verdugo por su muerte, en cambio, Diego tomó nuevamente el mechero colocándolo entre las piernas de la joven, encendió la llama a potencia media arrancándole de inmediato insufribles alaridos de dolor, su piel se contraía a consecuencia del fuego, mostrando la carne al perfecto color rojo carmesí que se ennegrecía lentamente al calor de la llama, la grasa corporal que emergía no hacía más que avivar la llama llegando a quemar y carbonizar el área hasta que la sangre no fluía mas.
La garganta de la joven ya había excedido su límite, totalmente desgarrada solo abría la desfigurada boca sin poder ya emitir sonido alguno, mientras Diego seguía quemando pequeñas porciones de su cuerpo en un patrón arbitrario. No pasó más de una hora antes que ella dejara de moverse, al fin la muerte la acogía. Dieciséis horas de tortura habían pasado, Diego ni siquiera supo su nombre, realmente nunca le importó, lo único importante es que ya había cumplido con su primer objetivo, y en realidad, lo había disfrutado mucho más de lo que alguna vez se imaginó. Comenzó a cavar una fosa en el sótano para sepultar aquel cuerpo repugnante y desfigurado, ahora solo necesita dos almas más.
Dos días pasaron antes que el verdugo eligiera su próxima víctima. El procedimiento era el mismo, una bella joven era seducida nuevamente por el galán para la ritual noche de sexo y lujuria. Esta vez, Diego se tomo la molestia de conocer el nombre de su víctima. Ángela fue igualmente sometida como su antecesora, atada de manos y pies a la misma silla metálica, fue dejada encerrada en aquel nefasto sótano. Diego no tardo mucho en regresar, Ángela no dejaba de gritar angustiada en suplica de ayuda, a Diego le molestaban los gritos y para acallarlos, selló su boca con cinta aislante autoadhesiva. Uso un par de tijeras para cortarle la ropa y dejarla totalmente desnuda, luego, con un gotero, comenzó a verter lentamente gotas de ácido hidroclorhídrico, que es capaz de corroer el metal, vertía una gota en diferentes partes del cuerpo. La piel se derretía en efervescentes charcos de sangre y el ácido avanzaba lentamente hasta corroer la carne. El ácido era aplicado en las piernas, pechos, pezones, brazos, manos, abdomen e incluso en sus genitales. Los gritos enmudecidos por aquella cinta no se hacían esperar, el dolor y sufrimiento de la joven eran más que evidentes. Hecho esto, Diego la tomó por la cabeza y con un par de grapas, le clavó los parpados al cráneo haciéndole imposible el poder cerrar los ojos, esos bellos ojos azules.
Tomó nuevamente el gotero lleno de ácido y sosteniéndole fuertemente la cabeza, le dejo caer un par de gotas en cada ojo. No hace falta decir que Ángela se retorcía de dolor; sus ojos comenzaron a derretirse al contacto con el ácido, aquel hermoso color azul desaparecía cuando un liquido blanquecino mezclado con sangre bajaban lentamente deslizándose por sus mejillas, espeso y viscoso al igual que baja la cera derretida al calor de la llama de la vela. Ángela comenzó a convulsionar, el dolor era demasiado abrumador para ella, las convulsiones se acompañaban de reflejos de regurgitación, pero a tener los labios sellados con la cinta adhesiva, el vomito no pudo salir y sus pulmones se llenaron de liquido. Ángela se ahogó en su propio vomito.
Al ver terminado su trabajo, Diego comenzó a cavar una segunda fosa en el sótano donde sepultaría a su nueva víctima. La tortura había durado tan solo ocho horas, acabo antes de lo pensado y se sintió de alguna manera frustrado al no tener más tiempo para hacer todo lo que hubiese querido. Ya había terminado con dos, ahora solamente le faltaba uno para cumplir su cuota.
Veintisiete días han pasado y la salud de Diego comienza a decaer, la neumonía va tomando fuerzas gradualmente, sabe que no dispone de mucho tiempo antes que su plazo se venza. No ha ido a su casa en semanas, ni siquiera salía de Casa Barrios, sabe que nadie lo busca, sus amigos a penas se dan cuenta de su desaparición sin darle mayor importancia, y su familia, pueden pasar meses sin tener contacto con ellos sin causarles la mínima preocupación. El está solo, lo sabe y siempre lo supo.
Esa mañana, a tres días de vencer su plazo estipulado, María, la encargada de la limpieza y mantenimiento de Casa Barrios, se hace presente para sus labores triviales. Ella no se percata de la presencia de Diego en la casa, hasta que este la sorprende por detrás golpeándole fuertemente la cabeza con un madero. María pierde el conocimiento y cae al suelo, ahora está a total disposición de Diego.
María es una mujer mucho más corpulenta que las jóvenes anteriores, por lo tanto a Diego le cuesta mucho más trabajo el maniobrar su cuerpo aun cuando este inconsciente. La despoja de toda vestimenta, pero al no poder bajar las escaleras del sótano cargándola, la lleva al jardín trasero. La sienta en el suelo de espaldas a un árbol, le ata las manos rodeando el tronco del mismo y ata también sus pies que quedan extendidos en el suelo; la amordaza fuertemente y se asegura que aunque despierte, no podrá emitir sonido alguno. Ya habiendo colocado a María en su lugar y tomando todas las precauciones pertinentes, la despierta al verterle un balde de agua hirviendo en todo el cuerpo. María se estremece y despierta con la piel profundamente enrojecida y como Diego lo había anticipado, al estar atada de espaldas al árbol y fuertemente amordazada, es incapaz de moverse o emitir algún sonido audible a más de un metro.
El estado físico de Diego era ya decadente, se veía muy limitado pues no podía realizar mayor esfuerzo físico. Tomó una navaja y comenzó a hacer pequeños cortes que no eran muy profundos en cada parte del cuerpo de María que a él se le antojara. La piel de María comenzaba a ampollarse debido a las quemaduras, el dolor de los cortes no eran nada en comparación al ardor de las llagas en todo el cuerpo. Diego observo su entorno y después de una corta búsqueda, fue a la cocina, de donde regresó con varias botellas, comenzó a verter litros y litros de miel de abeja sobre el cuerpo lacerado de María, hasta haber vaciado todas las botellas. Esto, hasta cierto grado, daba un alivio temporal al dolor de las quemaduras, pero lo maléfico de la obra era que la miel estaba atrayendo a un ejército de hormigas rojas.
María se hallaba esclavizada junto a un enorme nido de hormigas, miles y miles de estas parecían hacer formaciones de batalla y desfilar hacia la miel vertida sobre el cuerpo de la mujer. Un ejército que lenta e implacablemente recogía su dulce botín, llenando a la vez de miles de dolorosas picaduras. El solo correteo de las hormigas sobre aquella piel tan irritada era ya insoportable. Las ampollas abiertas en la piel, facilitaban que la miel se introdujera en ellas, así como también lo hacía en aquellos cortes hechos anteriormente, esto provocaba a las hormigas a arrancar pequeños trozos de endulzada piel, trozos tan pequeños como la cabeza de un alfiler, pero tan dolorosos como arrancarse las uñas con los dientes.
Diego sabia que las hormigas poco a poco, terminarían con su trabajo y dejo a María a cargo de ellas. Abandono el lugar en busca de ayuda médica. Su tercer y última víctima estaba lista, aunque él realmente nunca la vio morir.
Él fue ingresado ese mismo día en el hospital local, la neumonía empeoraba a cada momento. Casi agonizante, recordó aquel numero 2999 – 1666, comenzó a llamar… nadie contestaba del otro lado. Se sentía estafado, él había cumplido con su parte del trato pero nadie más había cumplido con él. Los tres días pasaron y Diego perdió la batalla contra su enfermedad. Murió tal y como le habían vaticinado treinta días antes. Al morir, su alma comenzó el paseo por la sima. Después de su interminable descenso al foso se encontró con su negociador, aquel que le había ofrecido la inmortalidad y que a su juicio, no le había cumplido:
- ¿Qué estoy haciendo aquí? – Decía Diego con tono enfurecido – Yo debería estar vivo.
- No te precipites, María tardó tres días en morir y al final murió justo unos momentos antes que tú, solo quería estar seguro que cumplirías con el plazo. Además, para tener un cuerpo joven y eterno primero debías deshacerte de ese enfermizo que poseías.
- Yo he cumplido con mi parte, ahora cumple con la tuya y dame esos tres deseos
- Admito que lo has hecho, has cumplido aquí están tus tres deseos:
1. Tu alma es libre ahora, no le pertenecerá a nadie más que a ti.
2. Tendrás todo el dinero que necesites de aquí a la eternidad, al despertar solo debes buscar en el bolsillo derecho de tu pantalón y ahí lo encontraras.
3. Tendrás también juventud y vida eterna, poseerás tu embellecido cuerpo de 25 años, saludable y fuerte, jamás morirás ni envejecerás. Pero has de esperar tres días para esto pues a nadie le es permitido levantarse de entre los muertos antes de esos tres días.
Diego se notaba complacido, sabía que estaba obteniendo lo que tanto anhelaba; todo ese esfuerzo al fin estaba dando frutos. Permaneció en el limbo durante tres días, y como le había sido prometido, al tercer día despertó. Diego moría de ansias por encontrarse con su nuevo futuro.
Lentamente sus ojos se abrieron. La oscuridad era total. Su cuerpo se hallaba entumecido debido a la falta de movimiento. Poco a poco iba recobrando la vida y poco a poco también el horror se acrecentaba al infinito. Se hallaba encerrado en un espacio reducido, apenas y había espacio para él. Palpando desesperado a su alrededor pudo darse cuenta que su temor se estaba volviendo realidad. Las paredes acolchonadas con algodón y lino le comprobaban su realidad, se encontraba dentro de su ataúd, sepultado a tres metros bajo tierra.
Desgargantes gritos de pavor y auxilio comenzaban a emerger de aquel cuerpo antes inerte, gritos que eran apagados por las paredes del ataúd, semejantes alaridos eran solo comparables con aquellos que sus víctimas habían hecho antes. En un atisbo de esperanza, comenzó a revisar sus bolsillos en busca de un teléfono… no encontró nada. Pero en la bolsa derecha de su pantalón había algo: una moneda de un centavo, no era ninguna fortuna, pero seguramente nunca iba a necesitar más que eso estando ahí adentro. A medida que el tiempo pasaba, el aire enrarecía, el oxigeno se acababa lentamente, esa no era una preocupación pues sabía que no podía morir; pero sin embargo, al agotarse el aire comenzó a asfixiarse lentamente, la falta de oxigeno en sus pulmones le hacía retorcerse de angustia en busca de una bocanada de aire, se sofocaba, pero la muerte no llegaba ni llegaría jamás.
Estaba confinado a una agonía eterna de la cual le era imposible escapar, se asfixiaría por la eternidad. Se encontraba totalmente solo, como en toda su vida había estado; pero no por mucho, pues con el tiempo, los gusanos que se moverían debajo de su piel, serian la compañía que nunca lo abandonaría.
Diego quería pasarse de listo y beneficiarse egoístamente de la situación como lo había hecho en toda su vida, intentó aprovecharse de alguien que fue más listo que él, y al final creó su propia perdición pues sus deseos, al ser tan egoístas, le habían condenado, él nunca se dio cuenta que al pedir un deseo que no fuese para sí mismo, se salvaría de todo sufrimiento.
Sus tres deseos estaban cumplidos:
1. Vida eterna, jamás moriría.
2. Todo el dinero que podría necesitar
3. Su alma jamás le pertenecería a Dios o Demonio alguno, solamente a él de aquí a la eternidad.
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